Las alianzas entre partidos políticos, las que se conciertan para alcanzar el poder y compartirlo, tienen el inconveniente de que son como esas asociaciones de maleantes que se constituyen para atracar un banco o una joyería y que, una vez cometido el delito con éxito, se disuelven con mutuas traiciones con el mezquino objetivo de acaparar el botín, y acaban con delaciones a la policía y aun con muertos.
Algo así acaba de ocurrir con esas dos asociaciones de maleantes que han resultado ser el Tripartit del Govern Català, por un lado; y el acuerdo de legislatura PSOE-PSC-ERC-iU, por el otro. Estos fríos días de enero han abierto las navajas y se han acuchillado unos a otros hasta la extenuación. El espectáculo ha sido --aún lo es-- tremendo; y también patético, porque a la exhibición de la traición múltiple se le junta la de los miedos ostensibles a perder cargos de sillón y presupuesto de gastos, privilegios y prebendas. Y es un espectáculo triste y vergonzoso para aquellos ciudadanos que les hemos votado para otros cometidos y destinos.
A la hora del recuento de bajas, de lamerse las heridas, los más perjudicados han resultado los menos expertos en estas mañas: los iletrados provincianos de ERC. Es lógico. Y han vencido los profesionales de la felonía: PSOE y PSC –-victoria pírrica, sin embargo, porque han acabado heridos de muerte--, y CiU. Estos, los nacionalistas, sí que se han alzado con lo mejor del botín, porque han resultado los más listos (disculpa, Rubalcaba). Y eso que en el 'atraco' no se han jugado la vida, eran los chicos que esperaban en el exterior del banco, ni siquiera llevaban pistola.
Pero lo que ha hecho posible el éxito de CiU en esta refriega ha sido, como tantas otras veces, el singular carácter de sus bases y sus votantes. Y es que los electores de CiU son de una clase especial de seres humanos: pragmáticos, modernos nacionalistas (definitivamente excluyentes), y radicalmente posibilistas. Gentes a las que les parece muy bien votar a líderes como Pujol, buenos vendedores, capaces de endilgarte como si fueran nuevos unos calzoncillos llenos de zurrapas.
Pero bueno, ¿y el PP, qué ha hecho a todo esto? Pues el PP --merced al Pacto del Tinell-- ni estuvo, ni está, ni estará, más que de convidado de piedra en la reyerta; no ha recibido más que algún navajazo de soslayo, como ése que casi provoca la dimisión de Piqué. Y sus representados, diez millones de españoles irritados (no saben ya muy bien ni con quién, ni por qué), llevan ya dos años con la papeleta en la mano, listos para votar a un partido que tiene un pie en el muelle del constitucionalismo irreducible y el otro en la inestable chalupa del republicanismo federal. Diez millones de españoles que se han quedado mirando como pasmarotes la caja de cartón sobre la que Rubalcaba movía sus tres cáscaras de nuez ante sus socios de gobierno, y les preguntaba, sugestivamente: “Venga, señores, ¿dónde está la bolita?” Mientras con la sucia y larga uña del meñique, la ponía fuera del alcance de la vista de todos.
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