La noticia carece de relevancia en una España políticamente putrefacta. Rajoy ha depuesto del cartel electoral de Madrid a sus dos delfines, Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón, por el trillado recurso del careo cainita. Tras comprobar el berrinche del Alcalde de Madrid y el solaz de la Presidenta de la Comunidad Autónoma, capaz de quedarse tuerta con tal de dejar ciego a su rival, un somero análisis nos ubica en lo sustancial: las selladas listas electorales no son —ni pretenden siquiera aparentarlo— el resultado de ninguna clase de proceso de democracia interna en el seno del PP —ni en el de ninguno de los demás partidos españoles, añado—, sino de la decisión arbitraria del jefe del partido. Y éste, lo que ha procurado es salvar su propia colocación ante la hipótesis, más que probable, de que no consiga gobernar España tras el 9 de marzo. Luego, al margen de la Constitución, que obliga a los partidos a la democracia interna, ha declarado que el PP y su Presidente son independientes, y que no tiene que dar explicaciones más que a los españoles.
A esos nada democráticos efectos, Rajoy ha actuado con saturnal coherencia, eliminando de la sucesión a los mejor colocados para desbancarlo tras su eventual fracaso — "He hecho lo que es mejor para mí. Quiero ser presidente", ha declarado con desvergüenza— . Y ha impuesto a dedo, como número dos de la lista por Madrid, a un rico empresario que ni siquiera es del Partido Popular, don Manuel Pizarro, cuyo currículo incluye un triunfante órdago al poder socialista en la opa de Gas Natural a Endesa, de lo que los votantes populares deben inferir que va a ser un gran Ministro de Economía. Eso es tanto como exigir que a un espectador que arroja una botella sobre un delantero del equipo visitante haya que hacerlo portero del equipo local.
Con la sangre aún caliente por el soponcio, Ruiz Gallardón ha amenazado con dejar la política, algo tan irrisorio como inverosímil. No es probable que el Alcalde de Madrid sepa hacer a estas alturas de su vida otra cosa que ejercer de mandarín y ordenar el gasto de los Presupuestos públicos; ni que se avenga a trabajar como un ciudadano corriente, al albur de los ciclos económicos orquestados por la banca. Lo que don Alberto hará es, a pesar de estar salpicado por el peor caso de corrupción que se recuerda entre un funcionariado municipal —ante el que ha alegado inaudita, por negligente, ignorancia—, seguir adherido al momio de la Monarquía de Partidos sine die, hasta su defunción y sepelio, que se cumplirá con gran boato y duelo oficial, no nos quepa duda. Hasta entonces, seguirá aparentando —como el resto de los partitócratas— que el estar o no en una lista de partido tiene algo que ver con la Democracia.
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