LA MEJOR CONTRIBUCIÓN A LA DEMOCRACIA ES LA ABSTENCIÓN

No hay mayor acto de desprecio que un político puede hacer a la democracia y al pueblo español que denostar a los que se abstienen en las urnas. Tildarlos de apáticos o de egoístas. O, peor aún, de incultos, de descerebrados, de cosificados o de masas de carne con ojos. Y se atreven, en plena jornada electoral, ciscándose en la Ley, a invitar a la participación electoral, con gran aparato de lúgubres vaticinios, de catástrofes para el país, si la gente no vota. E incitan sospechosamente, como mal menor, al voto en blanco, porque le atribuyen más dignidad que a la abstención. Hay que ser un perfecto idiota para sentirse obligado a ir a votar si no se desea, cualesquiera que sean las razones.

Los instigadores del voto saben que la abstención es un legítimo posicionamiento político, bien diferente del del voto en blanco: éste significa que el votante no encuentra opción partitaria de su agrado, aunque acepta el sistema; aquella, que no se está de acuerdo con el régimen. El ciudadano se abstiene por muchas razones diferentes de la indolencia: desde el anciano que no vota como reacción a desengaños reiterados, o por el negligencia social hacia su persona; hasta el jovencito anti-sistema, okupa de propiedades que no vota para dinamitar las ideologías convencionales. Y, en medio, todos nosotros: cultos o ignorantes, demócratas convencidos o escépticos crónicos, pero sabedores todos de que el régimen en el que vivimos no es justo, ni es una democracia, y de que nuestro voto sólo servirá para engordar las haciendas personales de los políticos y de sus amos; de que la abstención es un virus mortal para este régimen que vive del engaño.

La supuesta democracia española no es sino una gran obra de teatro en la que partidos y poderes públicos, como actores, fingen trabajar, amarte, odiarse, acordar o pelearse en ejercicio de un fingido libre albedrío. Mientras, el autor y el propietario del teatro sonríen satisfechos al ver que el público se lo traga y que parece no comprender que hasta el último de los movimientos en el escenario lo han decidido ellos. El propietario del teatro se llama en la realidad Poder Único, o Poder Fáctico, constituido por financieros, grandes empresarios, Medios de Comunicación, y sectas variopintas (desde el Opus Dei hasta la Masonería.) Pequeño colectivo que lo posee casi todo, que es el dueño del gran teatro que es España, en el que contemplamos embobados, o nos emocionamos, o gozamos o nos indignamos, según se haya decidido que evolucione la obra. Y los autores fueron los Padres de la Constitución, de infausto recuerdo: a mi juicio, gentuza y pésimos artistas, indignos de compartir profesión con Shakespeare.

Por si fuera poco, la entrada sale carísima: te cuesta una fortuna en impuestos, la libertad y, a veces, hasta la vida. A este teatro sólo entran gratis, repartidos por la sala, un montón de individuos que hacen de claca, que aplauden hasta despellejárseles las manos en momentos establecidos, para invitar al público incauto a seguirlos y para que la obra parezca un éxito.

Como es axiomático, la única forma de proceder ante una mala obra es no ir al teatro; y no recomendársela a ninguno de tus amigos o conocido. Y que el boca a boca acabe por dejar la sala vacía o, al menos, por debajo del límite de rentabilidad. Y que el dueño del teatro no pueda hacer otra cosa que despedir a la compañía entera, contratar a otra y cambiar de obra y de autor.

Si la próxima obra que se represente no se llama “La República Constitucional, o de cómo la separación real de Poderes trajo la Democracia a España”, de un tal Antonio García-Trevijano, no sé si lo conoceréis, porque es un autor muy poco representado, se lo advierto al dueño: seguiré sin ir al teatro. No pasaré por sus taquillas-urnas. De hecho, ni siquiera iré aunque me regalen la entrada en el revés de mi bono-bus.

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