
Como consecuencia de la incorporación masiva de forzados parlantes, el catalán es ahora una lengua vulgar, plagada de indecoros sintácticos, de pronunciaciones inverosímiles o de incultos neologismos; y ha dejado de ser signo identitario de superioridad (clave que intercambian los miembros de la secta: ‘¡Salut, company! ¡Farem negoci junts!’). Ahora, el uso del catalán no garantiza la comunidad de intereses. Porque la etnia catalana tampoco es ya auténtica, sino una mixtura infestada de serviles ex españoles, adeptos al oportunismo de los subvencionados sentimientos.
Cataluña está enferma, intoxicada por otras lenguas, por manifestaciones culturales apócrifas y por falsificaciones identitarias; agotada por fiebres patrióticas y embelecos de falsarios, cuyos paradigmas son el político andaluz de acatalanada sintaxis y grosero acento, y el maño de remendados hímenes-apellidos.
La consecuencia es inexorable y merecida: los más competentes al conversar y relacionarse son los hijos de aquellos en cuyo ámbito familiar no se ha abandonado el castellano: educados en catalán en la escuela, a esa edad a la que todo se aprende, dominan ambas lenguas, mientras que los hijos de la etnia pura son analfabetos funcionales en la ‘lengua impropia’ de Cataluña. Como en todos los timos, el beneficio fácil ciega a la víctima y hace posible su impensado despojo.
¡Catalán, lengua desnaturalizada, pronto habrá que extender tu certificado de defunción, junto con el de tu etnia decadente! Lástima que los últimos de tu estirpe te dejen en tan mal lugar a los ojos de la Historia. Descansa, al fin, en paz.
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