Hay muchos tipos de electores. Los hay que son partidarios de carné, o simpatizantes irreductibles que votan como adiestrados. Los hay lógicos, que se leen los programas electorales y votan en conciencia. Los hay sólo interesados en sus cosas y las de sus familias, que votan lo que piensan que más les conviene. Para todos estos tipos, los políticos han de exponer ideas concretas, debatir, mostrar lo inicuo de los partidos adversarios y, finalmente, pedirles que vaya a votarles.
Pero cuando llega el último día de campaña, antes de la jornada de reflexión, quedan dos tipos de votante a los que hay que dirigirse especialmente. Son dos clases de idiotas altamente peligrosos para los partitócratas:
Una clase de elector peligroso es el perezoso que, si intuye que el partido de su preferencia ya va a ganar, ni siquiera vota. Para este elector hay que enviar mensajes de tipo pesimista: “Nada está ganado. Podemos perder si no vienes a votarnos”.
Y otra clase de elector mucho más peligroso aún es aquél que lo que quiere es acertar con su voto, como si jugara en un concurso. Se trata de un personaje mucho más abundante de lo que parece, forjado por miles de horas ante la televisión, que tiene el síndrome del vencedor de las elecciones, consistente en que, el día 9 de marzo por la noche, quiere haber ganado cuando se produzca el recuento de votos. E irse a celebrarlo a la sede del partido que sea que haya elegido, da igual, a abrazarse con todo el mundo. Para ese votante hay que mantener el optimismo hasta el último minuto. A ese individuo hay que decirle hasta el final de la campaña “Vamos a ganar por mayoría absoluta”. Aunque sea imposible.
De modo que el complicadísimo mensaje común tiene que acabar por ser un absurdo: “Vamos a ganar aplastantemente, por mayoría absoluta. Pero sólo si contamos con tu voto. Sin él, perderemos.” O sea, hay que convencer a cada uno de esos ciudadanos de que su especialísima papeleta vale como un millón, porque se trata de una especie de "voto de oro".
Pero cuando llega el último día de campaña, antes de la jornada de reflexión, quedan dos tipos de votante a los que hay que dirigirse especialmente. Son dos clases de idiotas altamente peligrosos para los partitócratas:
Una clase de elector peligroso es el perezoso que, si intuye que el partido de su preferencia ya va a ganar, ni siquiera vota. Para este elector hay que enviar mensajes de tipo pesimista: “Nada está ganado. Podemos perder si no vienes a votarnos”.
Y otra clase de elector mucho más peligroso aún es aquél que lo que quiere es acertar con su voto, como si jugara en un concurso. Se trata de un personaje mucho más abundante de lo que parece, forjado por miles de horas ante la televisión, que tiene el síndrome del vencedor de las elecciones, consistente en que, el día 9 de marzo por la noche, quiere haber ganado cuando se produzca el recuento de votos. E irse a celebrarlo a la sede del partido que sea que haya elegido, da igual, a abrazarse con todo el mundo. Para ese votante hay que mantener el optimismo hasta el último minuto. A ese individuo hay que decirle hasta el final de la campaña “Vamos a ganar por mayoría absoluta”. Aunque sea imposible.
De modo que el complicadísimo mensaje común tiene que acabar por ser un absurdo: “Vamos a ganar aplastantemente, por mayoría absoluta. Pero sólo si contamos con tu voto. Sin él, perderemos.” O sea, hay que convencer a cada uno de esos ciudadanos de que su especialísima papeleta vale como un millón, porque se trata de una especie de "voto de oro".
Consiste el subterfugio en convencer a ese solo votante que representa a todo un grupo que hará exactamente lo mismo que va a hacer él: Si se levanta el día 9 y se va a votar al partido X, un millón de clones se levantarán tal como él, e irán a votar precisamente al partido X. Si, por el contrario, decide quedarse en casa el día 9, ese millón de clones se quedará también en la suya, decepcionado al ver que su electo-líder no se mueve. Cuesta promover en el ciudadano votante esta idea, aunque no deja de tener algo de cierta. La Estadística la avala: todos somos representantes de alguna subclase que actuará de una manera determinada.
Mi subclase concreta no va a votar el día 9 de marzo. Con la convicción de que éste no es un Régimen democrático, y de que en un régimen así no se puede votar, me quedaré en mi casa rascándome el sobaco. Y conmigo todos mis clones, que venimos a representar, más o menos, el 35% del cuerpo electoral. Que nadie se enfade. Tampoco votaremos a vuestro contrincante.
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