LA MENGUANTE LIBERTAD EN CATALUÑA


A pesar del martilleo a que ha sido sometida la maleable conciencia política de los españoles desde 1978, y que fue diseñado durante la Transición por los jefes de la futura Oligarquía de Partidos, aún quedan testigos que nos recuerdan lo que fue en realidad: una Gran Estafa democrática. Hay aún personas, como Antonio García-Trevijano que la vivieron y participaron en el proceso político post-franquista, que siguen recalcando que “la verdadera libertad política no instituye ni otorga las libertades y derechos civiles, sino que solamente, los reconoce como tesoro privado, los defiende como bien general y los promueve como ocupación de lo público.” Esta bella frase debiera ser reconocida como cierta incluso en un lugar tan reluctante a toda renovación y a todo reconocimiento de la realidad, como es Cataluña. Pero el nacionalismo catalán —que conozco hasta la náusea— restringe las libertades personales generales en aras de la supuesta libertad política de un exclusivo colectivo soberanista, y finge desconocer que, sin respeto a las libertades personales, toda “libertad política” es un fraude.

El independentismo catalán —no es la patria la que exige el sacrificio de la libertad, sino los “patriotas”—, y también el nacionalismo moderado, explican las aspiraciones a su propia libertad política colectiva como un sentimiento íntimo de pertenecer a un pueblo reprimido por un invasor extranjero, que es España. Se trata de una obsoleta reiteración de las soflamas de los tiempos en que el Dictador, conchabado con los mismos que hoy se dicen nacionalistas de derechas, reprimía los confusos sentimientos antifranquistas, de clase, de lengua y onanista-exclusivistas, de un reducidísimo colectivo informe —no masa—de curas rojos, terroristas de salón y locos de baba. Eran tiempos en los que se confundían —tal como sucede aún ahora en el País Vasco tutelado por la ETA—las ambiciones nacionalistas con las de igualdad social. Todas esas aspiraciones fueron canalizadas hacia el imperio de las oligarquías locales por la vía del “consenso” y la transacción del Estado de las Autonomías.

Consecuentemente, la Generalitat de Cataluña se ha amparado en la falsedad de que los derechos individuales privados son libertades de orden público, y ha legislado a lo largo de estos treinta años según su inspiración soberanista; y, con ello, ha ido limitando cada vez más la libertad de los catalanes, empujándolos a la servidumbre voluntaria o al exilio. La clase política catalana ha perdido de vista la realidad, que es que la libertad de cualquier ciudadano empieza y termina donde las de todos los demás, y es posible gracias a la libertad colectiva. En lugar de esto, que es tan obvio, los legisladores catalanes se han acogido al viejo aforismo de que “la libertad de uno acaba donde empieza la de los demás”, y lo ha reinterpretado torticeramente como que “las obligaciones legales como catalanes se aumentan a partir de donde acaban las que tienen como españoles”. Vivir conforme a las leyes catalanas —además de a las españolas— es no ser libre, pues no tenemos otro derecho que el de cumplir con nuestras obligaciones legales. Aquí no queda más ámbito para la Libertad que el de no cumplir la Ley, sea siendo un anarquista, un okupa, un tira-bolsos o un simple inmigrante que no habla ni entiende el catalán; o peor aún: ser alguien que, como yo mismo, no cumple su obligación estatutaria de contribuir con su esfuerzo a la construcción de la Nación Catalana, tenido por una “víctima del auto-odio”, tachado de ser un españolista.

Imitando al tardo-franquismo —y a todas las demás dictaduras en declive— el nacionalismo catalán compensa la restricción de la Libertad con la “tolerancia” ante el incumplimiento de la Ley. Así, aunque podría, no castiga al que no entiende el catalán, sino que sólo tolera que se lo margine socialmente y se lo empobrezca materialmente. Esa tolerancia, claro está, alcanza a otras áreas del delito: por eso se evidencia la flexibilidad en la represión de la ocupación de viviendas, la puesta en libertad inmediata de rateros y terroristas callejeros; o —como siempre— la impunidad para los delitos de corrupción política. Son los síntomas inconfundibles de la decadencia de la dictadura nacionalista.

Ni un solo partido catalán —ni siquiera Ciudadanos— parece ser consciente de que la libertad política, como libertad colectiva que es, no es una libertad más de entre las personales o de clase, sino la libertad de la que dimana el poder estatal, a causa de cuya ausencia en nuestra Partitocracia el Estado y la Sociedad son cada vez más irreconciliables, a pesar de los esfuerzos por corromper el uno —siempre al servicio del poder económico— a la otra mediante bienestares sociales y corrupciones educativas que la empobrecen culturalmente y que la preparan para que pueda ser estafada en sus derechos políticos. La Sociedad, por esas razones, no ve al Estado como algo que le es propio, sino como a un delegado del Poder Real que, amparándose en el exclusivo ejercicio de la fuerza, lo esquilma a cambio de cierta protección.

Como la Libertad siempre se adquiere o se aumenta en detrimento del Poder, la Libertad en Cataluña sólo se alcanzará restringiendo el poder nacionalista. Pero es que el poder de la Generalitat es delegado del poder del Estado Español, que es el cómplice necesario del complot para esta Gran Estafa en la que vivimos inmersos los españoles residentes en Cataluña. Por lo tanto, la Libertad de los catalanes sólo se conquistará cambiando el Estado Partitocrático por una Democracia verdadera en toda España. Y en eso estamos todos los españoles conscientes de la realidad. Pero sabed vosotros, compañeros de lucha del resto del Estado, que, u os dais prisa, o lo que encontraréis en Cataluña serán los huesos de los que, desde aquí, somos los mayores sacrificados por el Régimen desde la Transición.

MESS

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