TRÁNSFUGAS, DESERTORES DEL ARADO

Como marea que regresa, se habla de nuevo estos días de tránsfugas políticos. Si consigo evitar la cita de ciertos nombres de pútrida actualidad, este artículo me saldrá intemporal como lloro de recién nacido, porque el transfuguismo vino con la Transición para quedarse, es y será para siempre.

Por eso, los partidos de masas, igual que pactaron la Transición, aquel "más vale democracia tuerta que muerta", negociaron con prisas de cuatrero todo un “Código de conducta política en relación con el transfuguismo” —editado por el Ministerio de Administraciones Públicas en cuarto menor—, que intenta acabar con esa lacra que prostituye la Democracia Española, si es que fuera posible prostituir aún más a tan gran putaza. El problema es que el pacto se cumple menos que adventicio preñado de feminista, y todos los partidos intentan con ahínco seducir tránsfugas del partido contrario para encumbrar a su propio presidente, autonómico o de concejo.

Pero ¿qué es un tránsfuga, que tan afrentoso resulta para la clase política? Pues un tránsfuga no es exactamente un prófugo, un fugitivo, un desertor de su partido que da en migrar a otro —como el caso del comunista Ramón Tamames, que se pasó al Partido Popular con menos escrúpulos que un pollo se papea una cucaracha, batiendo el récord mundial de salto de longitud política—; sino alguno con cargo electo y capacidad de voto o decisión que contraviene el mandato imperativo de su partido, razón por la cual le es retirada la militancia. Y bien quisieran que ello significara su renuncia al cargo electo, pero los tránsfugas, amparados por la ley, siguen en sus medros, más tranquilos que una rueda de repuesto.

Pero ¿de veras el transfuguismo, así descrito, es pernicioso para los españoles? ¿Es un síntoma de ausencia de democracia? Este Maldito sabe que los políticos son corruptos todos —o sea: todos—, incluidos los tránsfugas. Y, sin embargo, apoya incondicionalmente el transfuguismo, quizás porque sabe que, caso de estar militando en cualquiera de los partidos políticos existentes, con cargo electo, acabaría siendo más pronto que tarde tránsfuga.

Los profesionales de la política proclaman que los tránsfugas traicionan la voluntad de la ciudadanía a la que representan, cuyo exégeta es el partido, por supuesto. Aunque puedan convencer a los telecreyentes —alguno habrá entre los lectores— de que el tránsfuga sea un canalla que vende su voto por dinero, alguien perseguible y sacrificable en el ara de la democracia, el contravenir el designio del partido está consagrado, no como derecho sino como deber, en la Constitución Española de 1978, que dice en su Título III, Capítulo 1º, “De las Cámaras”, Artículo 67. 2: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. O sea, que la Ley de Leyes española, dando menos vueltas que un renglón, reza que un diputado o concejal no debe obediencia al partido al que pertenece, sino que debe votar siempre en conciencia, y eso significa —en una democracia verdadera— de acuerdo con las convicciones de sus representados políticos, los ciudadanos que lo votaron, de los que debe sentirse mero compromisario.

Pero como, en España, “conciencia política” es un oxímoron, aquí no son los partidos los que representan a los ciudadanos, sino que, al revés, son los ciudadanos los que representan a los partidos. Como sé, lector, que tal apotegma te ha dejado expectante como condón en bolsillo de cura, trataré de explicarme: los partidos actúan como sus cúpulas de poder dictan en cada momento, haciendo caso omiso del criterio de sus votantes, que quien arrea burros no lleva la carga. Es más: todo elector sabe que no es nadie para el partido al que vota. Por eso es él el que representa al partido, en el sentido de que es actor de un papel —es socialista, es de derechas— que interpreta con mayor o menor sentimiento o profesión, como mero figurante de una bandería política. Por tal motivo sólo puede recitar un guión de tópicos manidos. Así, el socialista o el conservador no es el ciudadano, sino el partido al que interpreta, porque es éste el que traduce o representa, según cada coyuntura, lo que significa ser socialista o ser de derechas. Por eso van los adeptos tan de culo, cambiando de orientación sincrónicos como cubanos bailando la rueda de la salsa.

Si un diputado o concejal representase verdaderamente a la ciudadanía —no a su partido, sino a quienes lo eligieron en circunscripción uninominal, por voto mayoritario en un régimen garantista (a doble vuelta, que mejor enemigo cuerdo que amigo loco )—, nunca podría traicionar a sus representados, porque, al ser estos los que pecharan con su sueldo, y no el Estado, lo pondrían de patitas en la calle ipso facto, ¡y ni sueldo de por vida, como ahora, ni ostiones con limón! Por lo tanto, muchos diputados serían tránsfugas a las primeras de cambio, en cuanto los deseos de sus votantes no coincidieran con los de su partido en algún asunto a votación.

La democracia cocotera atufa a pescado podrido, a papayón de alcahueta. Pero todo este aquelarre de partidos aventando crudelísimas castraciones de tránsfuga, en perfecto consenso de tolerancia cero a la libertad de voto, se va a acabar el puto preciso día que los españoles escojan mandar en el infierno en vez de servir en el cielo, y una de estas mareas que van y regresan, una ferozmente viva, arrastre la partitocracia a alta mar, la desencuaderne, la abisme; y no pueda retornar nunca más.

MALDITO HIJO DE PERRA