PREDICAR EN EL DESIERTO

Las parvedades intelectual y moral de los españoles son consecuencia necesaria de los deleznables sistemas educativos de los últimos 70 años. Los españoles, tanto más cuanto más jóvenes, lo ignoran casi todo y han sido formados en el hedonismo, el egocentrismo y la picaresca. Los sueldos son acordes a su improductividad al socaire de la ley del mínimo esfuerzo. Eso es nefasto para un país y para todos los que de él dependen. Por eso Europa estaría encantada de quitársenos de encima de una vez, lo mismo que un perro se alivia cuando le quitan las garrapatas del cuello.

Una revolución desde la ética es imposible en España. Una revolución de la estructura productiva nacional, también. Ante la crisis financiera mundial, especialmente grave entre nosotros, manirrotos e imprevisores, sólo cabe articular medidas —individuales, egoístas, arteras— que los españoles vean que remedian sus problemas específicos y privados o los de su familia más próxima. El intentar desde estas páginas cualquier otra cosa es tiempo perdido.

Es inútil explicar que hay que expropiar el sistema bancario y armonizarlo con los principios tradicionales del derecho de propiedad; que hay que imponer un coeficiente de caja del 100% para los depósitos a la vista, para impedir la expansión artificial del crédito —crédito sin ahorro potestativo previo— y librarnos de recurrentes crisis económicas que son su consecuencia inexorable.

Es baldío instar a dotarnos de un sistema político que garantice la representación, la independencia efectiva de poderes, el mandato imperativo de los electores a los elegidos; en fin: todo eso que se compendia en una República Constitucional.

Es ocioso exaltar la honestidad republicana y la decencia ciudadana, porque los españoles se conocen bien a sí mismos, y saben que no pueden exigir honestidad política porque ellos mismos no son honestos; ni decencia ciudadana, porque no sabrían qué hacer con ella, sería un obstáculo para su egoísmo. El español es de un club de fútbol para poder odiar a los de otros y de una nación o autonomía para mejor excluir a las demás. El español no respeta más tribu que su familia inmediata.

Así que, españoles, voy a contaros de qué mal vais a morir, a ver si de ese modo despertáis de una vez:

Mañana —haced este ejercicio intelectual— suspenderán las bolsas en todo el mundo. Lo harán para que la descapitalización empresarial no lleve al cierre de todo el sistema productivo. No sé si volverán a abrirlas sin cambiar antes su regulación. Si lo hacen, se equivocarán. La Bolsa es el Templo del Latrocinio de los especuladores a los ahorradores.

En un mes, se sabrá (vosotros no, porque no os gusta enteraros de las malas noticias) que el agujero creado por el dinero ficticio, inventado por banqueros y especuladores asociados, es de tales proporciones, que podría equivaler a la producción mundial de los próximos 50 años. En ese momento, sólo el dinero en efectivo tendrá validez, porque nadie admitirá una tarjeta de crédito ni un cheque; los cajeros automáticos no expenderán dinero; y ante las ventanillas de los bancos se formarán largas colas en las que nadie le guardará el turno a otro. Poco después, ni siquiera ese dinero valdrá nada, y sólo el trabajo físico, los bienes imperecederos y los útiles, serán intercambiables por comida.

En dos meses, los políticos, a las órdenes de los financieros, verdadero poder omnímodo universal, os atizarán los unos contra los otros a la caza de culpables de vuestras desgracias: serán estos los inmigrantes, o los catalanes, o los centralistas, o los franceses, o los chinos, los señalados responsables de que vuestras economías estén hundidas, de que os hayan echado de vuestro puesto de trabajo por cierre patronal o de que no hayáis cobrado vuestros sueldos de funcionarios.

En seis meses, para que os dotéis de la ética y de los principios morales de que carecéis, estallará una guerra en adecuado lugar, a la que todos los países occidentales enviarán muchísimos soldados. Porque, sabedlo, a los jóvenes hay que mandarlos lejos de los problemas reales de sus naciones, a lugares donde canalizar su inagotable energía en la mera supervivencia. De paso, la economía de guerra ha sido siempre bien fructífera para las clases financieras: no hay crisis económica que no se sobreponga al calor de los megatones. La industria se levantará rápidamente vendiendo armamento y maquinaria pesada y pagando a sus innúmeros obreros con poquísimo dinero y muchísimo patriotismo. Las bajas civiles serán tantas, que nadie se acordará de los banqueros y de los especuladores, que podrán así medrar en sus negocios como siempre han hecho.

Ante este más que probable panorama, ¿no sería más sensato que, desde este mismo instante, os pusierais a aprender, a trabajar, a exigir vuestros derechos políticos, a cooperar con vuestros semejantes de manera leal y a pedir que se les retire el poder y se juzgue a los responsables de todo lo que os acontece? ¿No va siendo ya hora de que os desentendáis de las sandeces que les suceden a los equipos de fútbol, a los pilotos de Fórmula 1, a la beautiful people, a los concursantes de vodevil o encerrados en casas diversas esperando que los nominéis? ¿Y si ponéis de moda el juego de nominar gentuza —banqueros, políticos, especuladores, empresarios— para meterla en la cárcel?

Pero sé que es inútil convocaros para salvar nada, ninguna patria, ni siquiera a vosotros mismos; porque os asusta la responsabilidad y sentís miedo al vacío de poder. Conscientes de vuestra inabarcable ignorancia, creéis que lo haríais aún peor que los políticos profesionales que dirigen vuestras vidas, a pesar de que vuestra intuición os dicte que eso es imposible.

C. A. BRONCETE
Psicólogo de naciones