Una de las consecuencias de la desastrosa situación de la enseñanza es su pertinaz alejamiento de la sociedad. A fuerza de presentarse como reductos de valores tan discutibles como la solidaridad, el igualitarismo, esa atención a la diversidad que fuerza las minorías y los guetos o la excesiva tutela que destierra el afán de superación y la excelencia en el saber, los centros educativos españoles han negado los auténticos valores que deberían regir la sociedad civil en una democracia: lealtad -frente a solidaridad-, igualdad de derechos -frente a igualitarismo-, pluralidad respetuosa -frente a atención unidireccional a la diversidad- y esfuerzo personal liberador -frente a tutela debilitadora-.
Sin embargo, el distanciamiento nada tiene que ver con ese proceso de “virtualización” que lleva operando desde hace tiempo. En realidad, el maestro que crea que no está preparando a sus chavales para el futuro se engaña absolutamente. Debe saber que sí los adiestra, pero ahora no para ser ciudadanos sino para ser “otra cosa”. La poca exigencia en la superación de un ciclo vital tan determinante para la forja de la personalidad de cualquier adolescente desemboca en la falta de responsabilidad, en la configuración de un universo tutelado donde la libertad se reduce a la exigua capacidad de elegir alternativas predispuestas. Varias generaciones han salido ya de los institutos trasladando ese beneplácito en la no libertad o servidumbre. A medida que la sociedad civil se llena de conciencias débiles y controladas, la civilidad ha ido quedando excluida de unas relaciones que siguen ahora pautas bien distintas. Así como una de sus bases, la libertad, ha delegado sus funciones de supervisora, de creadora de responsabilidad moral en una estructura superior, el Estado, el sistema educativo ha dejado en manos de la sociedad de la tutela, del Gran Hermano orwelliano, su coherencia fundacional. El alumno alienado y el individuo social alienado son síntomas de la misma enfermedad.
Por ello ha llegado el momento de actuar y recuperar la civilidad hurtada. Porque la situación de la enseñanza española está a punto de cruzar el temido punto de no retorno de toda degradación, los profesores poseen el deber moral de impedir que ello suceda y de saber que la confianza en unos “representantes” políticos que han ideado estos y otros mecanismos de ingeniería social no supone ingenuidad o estulticia sino negligencia. ¿Por qué se ha de esperar un supuesto advenimiento del sentido común cuando éste no ha generado leyes educativas justas? ¿Por qué se ha de dejar en manos de los que crean la injusticia la solución a la misma?
El texto de Thoreau es pasmosamente claro al respecto:
«Existen leyes injustas: ¿debemos estar contentos de cumplirlas, trabajar para enmendarlas, y obedecerlas hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos incumplirlas desde el principio? Las personas, bajo un gobierno como el actual, creen por lo general que deben esperar hasta haber convencido a la mayoría para cambiarlas. Creen que si oponen resistencia, el remedio sería peor que la enfermedad. Pero es culpa del gobierno que el remedio sea peor que la enfermedad. Es él quien lo hace peor. ¿Por qué no está más apto para prever y hacer una reforma? ¿Por qué no valora a su minoría sabia? ¿Por qué grita y se resiste antes de ser herido? ¿Por qué no estimula a sus ciudadanos a que analicen sus faltas y lo hagan mejor de lo que él lo haría con ellos? ¿Por qué siempre crucifica a Cristo, excomulga a Copérnico y a Lutero y declara rebeldes a Washington y a Franklin? […] Si la injusticia es parte de la fricción necesaria de la máquina del gobierno, vaya y venga, tal vez la fricción se suavice -ciertamente la máquina se desgasta-. Si la injusticia tiene un resorte, una polea, un cable, una manivela exclusivamente para sí, quizá usted pueda considerar si el remedio no es peor que la enfermedad; pero si es de tal naturaleza que le exige a usted ser el agente de injusticia para otro, entonces yo le digo, incumpla la ley».
AQUILES
Sin embargo, el distanciamiento nada tiene que ver con ese proceso de “virtualización” que lleva operando desde hace tiempo. En realidad, el maestro que crea que no está preparando a sus chavales para el futuro se engaña absolutamente. Debe saber que sí los adiestra, pero ahora no para ser ciudadanos sino para ser “otra cosa”. La poca exigencia en la superación de un ciclo vital tan determinante para la forja de la personalidad de cualquier adolescente desemboca en la falta de responsabilidad, en la configuración de un universo tutelado donde la libertad se reduce a la exigua capacidad de elegir alternativas predispuestas. Varias generaciones han salido ya de los institutos trasladando ese beneplácito en la no libertad o servidumbre. A medida que la sociedad civil se llena de conciencias débiles y controladas, la civilidad ha ido quedando excluida de unas relaciones que siguen ahora pautas bien distintas. Así como una de sus bases, la libertad, ha delegado sus funciones de supervisora, de creadora de responsabilidad moral en una estructura superior, el Estado, el sistema educativo ha dejado en manos de la sociedad de la tutela, del Gran Hermano orwelliano, su coherencia fundacional. El alumno alienado y el individuo social alienado son síntomas de la misma enfermedad.
Por ello ha llegado el momento de actuar y recuperar la civilidad hurtada. Porque la situación de la enseñanza española está a punto de cruzar el temido punto de no retorno de toda degradación, los profesores poseen el deber moral de impedir que ello suceda y de saber que la confianza en unos “representantes” políticos que han ideado estos y otros mecanismos de ingeniería social no supone ingenuidad o estulticia sino negligencia. ¿Por qué se ha de esperar un supuesto advenimiento del sentido común cuando éste no ha generado leyes educativas justas? ¿Por qué se ha de dejar en manos de los que crean la injusticia la solución a la misma?
El texto de Thoreau es pasmosamente claro al respecto:
«Existen leyes injustas: ¿debemos estar contentos de cumplirlas, trabajar para enmendarlas, y obedecerlas hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos incumplirlas desde el principio? Las personas, bajo un gobierno como el actual, creen por lo general que deben esperar hasta haber convencido a la mayoría para cambiarlas. Creen que si oponen resistencia, el remedio sería peor que la enfermedad. Pero es culpa del gobierno que el remedio sea peor que la enfermedad. Es él quien lo hace peor. ¿Por qué no está más apto para prever y hacer una reforma? ¿Por qué no valora a su minoría sabia? ¿Por qué grita y se resiste antes de ser herido? ¿Por qué no estimula a sus ciudadanos a que analicen sus faltas y lo hagan mejor de lo que él lo haría con ellos? ¿Por qué siempre crucifica a Cristo, excomulga a Copérnico y a Lutero y declara rebeldes a Washington y a Franklin? […] Si la injusticia es parte de la fricción necesaria de la máquina del gobierno, vaya y venga, tal vez la fricción se suavice -ciertamente la máquina se desgasta-. Si la injusticia tiene un resorte, una polea, un cable, una manivela exclusivamente para sí, quizá usted pueda considerar si el remedio no es peor que la enfermedad; pero si es de tal naturaleza que le exige a usted ser el agente de injusticia para otro, entonces yo le digo, incumpla la ley».
AQUILES
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