La historia de España durante el siglo XX es también la historia de un enriquecimiento perpetrado en condiciones excepcionales. Los grandes nombres, los poderosos personajes que unieron su fortuna y su destino a la suerte del franquismo, desde el entorno familiar del general Franco a la cima de su régimen, han sabido adaptarse a la monarquía parlamentaria, mientras una nueva generación (Aznar, Rato, Trillo Figueroa, Arias-Salgado, Fernández-Cuesta, García Escudero, Calvo-Sotelo, Fernández- Miranda, Cabanillas, Mariscal de Gante... apellidos viejos con rostros jóvenes) se preparaba para tomar el relevo gubernamental. Todo quedaba atado y bien atado.
Para ellos, el tránsito de la dictadura a la democracia consistía en que se cumpliera, con el menor desgaste posible, el axioma lampedusiano: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Evidentemente, lo han conseguido. Hoy, los últimos March, Koplowitz, Fierro, Fenosa, Coca, Melià... continúan entre las familias más ricas e influyentes de la España del siglo XXI, y comparten el pedestal con otros compañeros de aventura, millonarios emergentes salidos directamente de la política falangista, tradicionalista y tecnocrática, con apellidos tan sonoros como Oriol, Cortina, Alcocer, Letona… Todos conforman una clase social ‘franquista’. Son las ‘familias’ de un régimen político poblado por empresarios de fortuna, falangistas de clase media, funcionarios oportunistas, latifundistas de gatillo fácil, nobles industriosos, altos cargos a la búsqueda de multinacionales, ministros cinegéticos, procuradores en el sentido más literal del término... unidos a la llamada del Dinero, entrenados en la autarquía de la posguerra, para enriquecerse, a partir de 1959, con la llegada del Desarrollo. Capitalismo salvaje, bancos, altas finanzas...
El Régimen del general Franco estuvo al servicio de esta clase social; Protegió la iniciativa privada en un momento de extraordinario crecimiento económico. El franquismo mantuvo un privilegiado sistema fiscal que cargaba todo el peso sobre los consumidores, aprovechó la docilidad obrera provocada por la despolitización y la carencia de sindicatos independientes con capacidad para la negociación colectiva (que no aparecieron hasta finales de los ‘70) e impidió cualquier crítica pública a la corrupción.
En tales condiciones, corrupción y desarrollo son, sin duda, rasgos de un mismo proceso en el que se forjaron las grandes fortunas que hoy dirigen la economía española. Con su particular manera de entender la política, Franco siempre tuvo muy claro que el bolsillo y la patria iban unidos; que, mientras los asuntos de cartera marcharan bien, sus seguidores no conspirarían contra su poder personal, cuyo ejercicio vitalicio era, a fin de cuentas, su único objetivo.
Durante casi medio siglo, una clase social ‘franquista’ logró beneficios portentosos gracias a que supo encubrir sus negocios bajo el proteccionismo del poder. Como explico en mi libro "Ricos por la patria" y amplío en "Los banqueros de Franco" para la implantación de la monarquía parlamentaria se llegó a un acuerdo no escrito. “El consenso fue una manera de imponer límites y silencios al debate nacional”, explicó en diciembre de 1988 el ex ministro ‘ucedista’ y ‘popular’ Rafael Arias-Salgado en la revista Cuenta y Razón. Desde las filas socialistas, Raúl Morodo teorizó en el mismo sentido: “Dentro de todo proceso de transición –si quiere ser pacífico– la simulación forma parte del consenso”.
Culminada la simulación, resultaba sencillo rescribir y revisar los hechos. Uno de los más diestros “revisionistas” ha sido sin duda Rodolfo Martín Villa, ministro ‘azul’ de UCD , alto cargo del Régimen franquista desde sus tiempos del SEU falangista y en la actualidad presidente de un grupo mediático. En vísperas de las elecciones generales de 1982 , Martín Villa declaró: “Franco deja al morirse un estado bastante débil y, sin embargo, una sociedad bastante fortalecida. Cuestión en la que, quizá, teníamos más fe los que colaboramos en el sistema político anterior”. El pasado franquista fue conscientemente silenciado, disfrazado, desdramatizado por sus protagonistas con la excusa de que así se superaría la Guerra Civil y se construiría un puente de convivencia elevado sobre el abismo social de las ‘dos Españas’. Los perdedores, los opositores a la Dictadura, debían aceptar esta condición de los vencedores si querían participar en el juego democrático.
Y así lo hicieron, con la simulación a golpe de consenso, en el que las izquierdas jugaron en inferioridad de condiciones. Debieron pasar 20 años y la ruptura de este consenso durante los años de la crispación contra el Gobierno de Felipe González. Algo que el dirigente socialista José María Benegas, recordaba con irritación: “La única ley de punto final la hicimos en octubre de 1977 los demócratas para los franquistas; en ese año decidimos no pedir ninguna responsabilidad referida a los 40 años de la dictadura, para intentar de una vez por todas la reconciliación”.
Mariano Sánchez Soler
Historiador.
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