Una mañana de otoño, Begoña, señorita quinceañera de ensueño, madrileña como un madroño, paseaba por los aledaños coruñeses. Soñaba oyendo al ruiseñor con hallar el cariño con el que oír tañeres de campanas de boda y monseñor.
Begoña era estreñida, y en la campiña sintió en sus entrañas la urgencia de ir al baño. La niña escudriñó la campiña y, en unas cañas tras un peñasco, se agachó desmañadamente, oreó el coñete, y jiñó una boñiga como un buñuelo que miró algo huraña, frunciendo el ceño mientras se limpiaba con un paño.
Con ñoñería, temiendo alguna regañina de su dueña, trató de volver a Coruña. Pero a regañadientes supo que, sin la triquiñuela de haber señalado el enmarañado camino, no saldría de esa montaña sin darse alguna toña o partirse un piño (o incluso diñarla).
Cuando ya anochecía, domeñando su miedo a las alimañas, escudriñó en un castañal a un extraño y joven lugareño que se hallaba en el desempeño de mañear un rebaño de añojos de pezuña. Y resultó ser un ermitaño coruñés, dueño de una viña y una roñosa cabaña. El español no es tacaño, así que ese coruñés añadió un plato de guiso de sobreño para la desaliñada Begoña. Y luego le añadió que llevaba años de ermitaño en ese peñón porque antaño, de bisoño, había sido un alfeñique putañero, al que un desengaño de puñal por una doña hizo añicos. Y ese leñazo le enseñó a desdeñar el lujo de nuevo cuño, el carquiñol y la champaña.
El ermitaño sentía morriña de coño, así que, como una araña, el carroñero inició una campaña de guiños, engañifas y añagazas con la niña. La amañada patraña le valió el empeño, y acabó por constreñir a la niña por el moño y ésta a empuñar el leño y muñirlo a golpe de muñeca, ordeñando con el meñique alzado, como una señorita.
Luego la tomó cariñoso por los calcañares y encañonó y hundió su champiñón, y tras él todo el leño, en el aniñado y entre castaño-armiñado y lampiño coño; sin ningún daño para ella, sí para él, arañazos y rasguños de uña de Begoña, nada dueña ya de sus actos, poco señorita ya. Begoña, sin gazmoñería, gruñía y se desgañitaba: “¡Dame caña!”. Y es que la del gañán no era nada pequeña, aunque tampoco la de un congoleño. Y se ensañaron añadiendo un apaño tras otro toda la noche, y así hasta desriñonarse.
A la mañana siguiente, el risueño ermitaño le quitó las legañas a la soñolienta Begoña y la acompañó a Coruña para entregarla a la dueña. Ésta, viendo a la niña apañada, metió cizaña y le dio al ermitaño el plañidero pestiño, empeñada en el ponzoñoso señuelo del riesgo de vivir en la peña. No fuera a despeñarse y a desengañar a la pequeña sin restañar su hazaña.
Como regalo navideño, el ermitaño vendió su cabaña, su viña y su rebaño de añojos de pezuña, se casó con la ya preñada Begoña (que cambió pañales hasta a cinco retoños), y se hizo albañil y en pocos años se desroñó, fue constructor, se forró el riñón y tuvo en un puño a toda Coruña.
De esto hace años.
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