CUANDO EL AZAR ES UN FRAUDE

En este artículo me propongo mostrar a cualquier lector medianamente listo que la verdad tiene tal apariencia, que basta con oírla una sola vez para que la inteligencia de un hombre se ilumine y ya sepa para siempre que lo que ha oído es la verdad. Con ello pretendo expresar también que, a pesar de la asimetría de fuerzas de la lucha entre la ciudadanía y el Poder, la Verdad tiene tal potencia, que destruye cualquier artificio, por cuidadosamente que haya sido preparado y escenificado; y por más apoyo que haya tenido por parte de los acólitos del Poder, o sea, de los medios de comunicación.

La desvergüenza de los medios "creadores de opinión" —hoy mismo se confesaban como tales (¡no como informadores!) algunos periodistas del Grupo Prisa en Radio Nacional—, en contubernio con los poderes económicos del planeta, evidencia, ante los que tenemos ojos para ver, la absoluta indefensión de la ciudadanía frente al Poder Absoluto, que aparece cuando se forma el tándem del capital, los partidos y los medios de comunicación. La perfección del fraude se colma cuando se utilizan la televisión y los efectos especiales a los que Hollywood nos tiene acostumbrados. Es decir: cuando la cosa fraudulenta sucede ante nuestros propios ojos, como nos pasa ante un trilero. La bola, en efecto, no está donde pensábamos; y, en nuestra estupefacción, no caemos en lo largas que lleva las uñas el que la menea entre las cáscaras. La ignorancia endémica de los ciudadanos del planeta entero, cultivada por el Poder con escrúpulo de floricultor, hace el resto.

Hoy día, se ha perfeccionado tanto el dirigismo mediático, que se ha salido del ámbito político, y es ya usual que los medios presenten como reales auténticos y demostrables fraudes. El último posible —anodino, sin importancia—, bien reciente, ha sido la escenificación del tramo final del Campeonato del Mundo de Pilotos de Fórmula 1. Lo que sigue es mi opinión personal sobre el asunto:

Sabrá el lector que McLaren fue penalizada hace poco con la pérdida de todos los puntos conseguidos en el Campeonato del Mundo de Constructores (de acuerdo con todos los espónsores, que son los que invierten en el negocio) , por la Federación Internacional de Automovilismo, a causa de un probado caso de espionaje industrial a Ferrari. Pero, objetivamente, la FIA debió haber retirado todos sus puntos, también públicamente, a los dos pilotos de McLaren, Hamilton y Alonso. Y el justo ganador era, entonces, Ferrari. Viendo la FIA y los espónsores lo que ello podía suponer, desde el punto de vista del dinero a ganar—si hubieran cumplido con su obligación a tres carreras del final, se habrían perdido miles de millones—, lo que posiblemente se decidió fue pactar la escenificación de algo que era probabilísticamente imposible: que ganara Ferrari en la persona de Raikkonen, el único que matemáticamente aún podía lograrlo. Para ello, era necesario que se produjera todo el siguiente cúmulo de improbables sucesos: que Alonso se saliera de la pista en Japón (o abandonara en cualquiera de las tres carreras); que Hamilton se saliera a su vez en China (¡qué payasada, a bajísima velocidad, y en una curva en la que no se hubiera salido un Seat 600 sin neumáticos!); y, como aún le sobraban puntos para hacerse con el Campeonato del Mundo, Hamilton tendría que hacer el vergonzoso paripé que todos pudimos ver en Interlagos: una mala salida, unos problemas en el cambio hidráulico (que milagrosamente se arreglaba , al poco); y, sin necesidad aparente, ¡entrar por tercera vez en boxes!, debido a que, tras el abandono de dos adversarios que llevaba delante, quedaba quinto y ganaba el campeonato. Para redondear la "performance", Massa dejó pasar a su compañero Raikkonen, aprovechando su segunda entrada a boxes. “Et voilà!”.

Para que el público se tragase semejante sapo, hacía falta crear las suficientes cortinas de humo (Cualquier estafador profesional de mediana habilidad sabe que ha de hacer participar como defraudador al estafado): dividir al público, apasionarlo, al representar una exacerbada enemistad entre Alonso y Hamilton (el público español, antes de Interlagos, llegó a expresar que prefería que ganara Raikkonen, mejor que Hamilton); la escenificación de una absurda falta de apoyo de McLaren a todo un Campeón del Mundo, como Alonso; la presentación de Hamilton como si fuera un niñato nervioso que se hunde al final (hay que tener mala mala memoria u odiarlo mucho para creer que el piloto revelación de 2007 sufra ese canguelo);y, para redondearlo, el ineficaz recurso presentado al final de la carrera por un supuestamente "rabioso" Hamilton contra tres corredores, cuya descalificación le permitiría ser aún Campeón del Mundo.

Sin embargo, todo parece otra cosa. Sobre todo, por la tranquilidad de los actores, que se comportaron como el que conoce el final de una película de suspense (Alonso hasta se permitió, antes de la carrera, hacer, ante las cámaras de Tele5, un juego de manos en el que una carta desaparecía de donde suponíamos que estaba, y aparecía en otro sitio. ¡Qué huevos de plomo, qué nervios de acero, jugar a dar una clave de que todo era un montaje! Es como si hubiera dicho: "Vais a ver magia en Interlagos. Es el truco que me impide ganar").

Por supuesto, en el mundo de las apuestas se habrá hecho mucho dinero a costa de la pantomima, aunque sólo los avisados de todo el cotarro. Si el fraude resultara cierto, el resto, los ciudadanos de a pie, habrían perdido su dinero sin ninguna oportunidad de ganar. Un amigo mío se quedó pasmado cuando, minutos antes de iniciarse la carrera, predije: “En las primeras vueltas, Hamilton tendrá problemas, y se retirará o quedará octavo” —cuando sucedió, los ojos le hicieron chiribitas—. Pero tampoco yo hubiera ganado en las apuestas, porque , a pesar de que intuía el tongo, creí en aquello que me exhibían en la segunda cortina de humo —siempre hay más de una—: que Alonso había forzado a McLaren a regalarle el campeonato. Es decir: intuía lo que haría Hamilton, pero no que también Alonso pudiera estar en el ajo. La asimetría de la información entre el Poder y la ciudadanía es un obstáculo insalvable.

Y hasta aquí, mi opinión personal, sin más valor que el de otra cualquiera. Pero ¿a que sabéis que habéis leído algo más parecido a la verdad que lo que vísteis con vuestros propios ojos? ¿A que ahora parece que encaja todo, como los miles de cristales por el suelo encajan, en una película marcha atrás, en ese vaso en la mesa, antes de caerse? ¿Creéis que, después de haber leído esto, podríais volver a visionar la carrera de Interlagos sin daros cuenta de todo el paripé? Probad a ver si la tramoya resiste a vuestra mirada avisada.

Ha habido magníficas películas que se han anticipado a lo que iba a ser capaz de ficcionar el Poder desde los medios. Dos soberbios ejemplos son: “La cortina de humo”, de Barry Levinson (con Dustin Hoffman, en el papel de director de cine-trilero) y “Apolo XI”, de Norberto Barba. En ambas, el Poder falsifica una realidad que parece indubitable: en la primera, una guerra falsa sirve para encubrir un grave error personal del Presidente de los EEUU; en la segunda, un alunizaje ilusorio permite a EEUU adelantar aparentemente a la URSS en la carrera espacial. El objetivo es en ambos casos — y siempre— el mismo: engañar al ciudadano, votante dirigido al compás del espectáculo. La imaginación de los guionistas ha sido aprovechada por el Poder en la vida real, y esos ejemplos se han anticipado sólo unos años a lo que iba a suceder bien pronto. Sin embargo, los guionistas se quedaron cortos en cuanto a la potencial maldad del Poder real: en que los fraudes efectivos iban a ser aún más terribles que los inventados para esos filmes.

Los medios adláteres del Poder son capaces de hacer cosas similares (y mucho mejor representadas) con asuntos de esos que pueden cambiar la política mundial en un momento, ante nuestros crédulos ojos. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que se evidencie —es sólo un ejemplo— que algo tan criminal como el atentado a las Torres Gemelas el 11-S pudiera haber sido una obra de arte mediático representada —lo mismo que la patochada de Interlagos— ante los propios ojos de los pasmados televidentes. Sé que cosas como ésa (quizás no ésa, precisamente) se conocerán. También sé que, en cuanto oigamos por primera vez la explicación de lo que pasó en realidad, sentiremos como un rayo nos atraviesa el cerebro y nos confirma que lo que hemos escuchado fue lo que sucedió de verdad.

En ello confío para equilibrar la balanza del fiel torcido. Porque la mentira sale carísima y necesita alimentarse todos los días con enormes cantidades de energía negativa. La Verdad, en cambio, es tan potente y económica que bastaría con que hubiera un sólo medio de comunicación honrado —un simple periódico; muy pronto lo habrá— para deshacer en migajas el Poder que nos estafa.



(NOTA: El autor de este artículo opina y evidencia desde la verosimilitud, no desde la certeza. Y opina, porque se tomó la molestia de presenciar las carreras de Fuji, Shangai e Interlagos; lo mismo que vio en directo, en su día, la física y estructuralmente imposible caída de las Torres Gemelas. Demostrar un posible tongo en la Fórmula 1 de 2007 es cosa del periodismo de investigación. Lo mismo sucede con el mayor atentado de la historia de los EEUU. El autor consiente que sus lectores le tilden de conspiranoico, y advierte que también duda de que exista Papá Noël, pero que no está dispuesto a viajar hasta el Polo Norte a buscarlo el resto de su vida hasta que todos crean, por exclusión, que no existe. El autor deja todo este asunto en manos de la Fe o de la lógica de sus lectores. Cada uno es libre de pensar lo que quiera.)

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