No hay mayor desprecio de un político a la democracia que denostar a los abstencionistas. La abstención es un legítimo acto político, diferente del voto en blanco: éste significa que el votante no encuentra partido de su agrado, aunque acepta el sistema; aquella, que no se está de acuerdo con el régimen. El ciudadano se abstiene por muchas razones diferentes de la indolencia: desde el anciano que no vota por desengaños reiterados, por negligencia del Estado hacia su persona; hasta el joven anti-sistema, okupa de propiedades, que pretende dinamitar el régimen. En medio, todos nosotros: cultos o ignorantes, demócratas convencidos o escépticos crónicos. Sabedores de que el régimen que nos mece no es justo, ni es una democracia. De que nuestro voto servirá para engordar políticos y a sus amos, la clase financiera. Sabedores de que la abstención es un virus mortal para este régimen de medrantes del engaño.
La supuesta democracia española no es sino una gran obra de teatro en la que partidos y poderes públicos, como actores, fingen trabajar, amarte, odiarse, acordar o pelearse en ejercicio de una fingida libertad. Mientras, el autor y el propietario del teatro sonríen satisfechos al ver que el público suspende su incredulidad y no ve que hasta el último de los movimientos en el escenario lo han decidido ellos. El propietario del teatro, deus ex machina, se llama en la realidad Poder Inseparado, o Poder Fáctico. Lo constituyen financieros, grandes empresarios, medios de comunicación, y sectas (del Opus Dei a la Masonería.) Se trata de un colectivo que lo posee casi todo. También el escenario que contemplamos embobados, nos emocionao nos indigna, según evolucione la obra. Sus autores fueron los Padres de la Constitución, de infausto recuerdo: pésimos artistas, indignos de compartir profesión con Shakespeare.
Por si fuera poco, la entrada al teatro sale carísima: te cuesta una fortuna en impuestos, la libertad política y, a veces, la vida. A este teatro sólo entran gratis, repartidos por la sala, un montón de individuos que hacen de claca, que aplauden hasta despellejárseles las manos, invitando al público incauto a seguirlos para que la obra sea un éxito.
La única forma de proceder ante una mala obra es no ir a verla; y no recomendarla. Que acabe la sala vacía o, al menos, por debajo del límite de rentabilidad. Que los amos del teatro tengan que despedir a la compañía entera, contratar a otra y cambiar de obra y de autor. Si la próxima obra que se represente no se llama “La República, o de cómo la independencia real de Poderes es la Democracia”, seguiré sin ir al teatro político español. No pasaré por sus taquillas-urnas aunque me regalen la entrada en el revés de mi bono-bus.
La supuesta democracia española no es sino una gran obra de teatro en la que partidos y poderes públicos, como actores, fingen trabajar, amarte, odiarse, acordar o pelearse en ejercicio de una fingida libertad. Mientras, el autor y el propietario del teatro sonríen satisfechos al ver que el público suspende su incredulidad y no ve que hasta el último de los movimientos en el escenario lo han decidido ellos. El propietario del teatro, deus ex machina, se llama en la realidad Poder Inseparado, o Poder Fáctico. Lo constituyen financieros, grandes empresarios, medios de comunicación, y sectas (del Opus Dei a la Masonería.) Se trata de un colectivo que lo posee casi todo. También el escenario que contemplamos embobados, nos emocionao nos indigna, según evolucione la obra. Sus autores fueron los Padres de la Constitución, de infausto recuerdo: pésimos artistas, indignos de compartir profesión con Shakespeare.
Por si fuera poco, la entrada al teatro sale carísima: te cuesta una fortuna en impuestos, la libertad política y, a veces, la vida. A este teatro sólo entran gratis, repartidos por la sala, un montón de individuos que hacen de claca, que aplauden hasta despellejárseles las manos, invitando al público incauto a seguirlos para que la obra sea un éxito.
La única forma de proceder ante una mala obra es no ir a verla; y no recomendarla. Que acabe la sala vacía o, al menos, por debajo del límite de rentabilidad. Que los amos del teatro tengan que despedir a la compañía entera, contratar a otra y cambiar de obra y de autor. Si la próxima obra que se represente no se llama “La República, o de cómo la independencia real de Poderes es la Democracia”, seguiré sin ir al teatro político español. No pasaré por sus taquillas-urnas aunque me regalen la entrada en el revés de mi bono-bus.
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